Tetris y otras sombras de ocho bits parte de la premisa de la adaptación literaria de aquellos primeros videojuegos arcaicos de los muy limitados procesadores de 8 bits, para intentar vadear la imposibilidad aparente de hallar en ellos narrativa alguna más allá de la mera repetición. Se trata, claro está, de un guiño distante sobre el manido concepto de adaptación. También es un intento de trazar un mapa de delirios, neurosis, depresiones, amores dañosos, violencias patológicas o no e incluso el terrible azote del Alzheimer o el del sentido común neoliberal. Todo ello con el apoyo de una prosa poética y autorreflexiva, con un lenguaje que se mira en el espejo y sospecha de sí mismo delatando que somos dichos por las palabras más que decir con ellas. Así, la estrechez narrativa y lo esquemático de aquellos juegos se convierte en metáfora de la estrechez íntima y repetitiva del sufrimiento mental humano que va desde las psicosis domésticas primarias (celopatías, miedos y soledades paranoides) hasta el trasunto de éstas en lo colectivo (xenofobia, genocidio, racismo, explotación). En los momentos finales de la Guerra llamada Fría -iniciada a un millón de grados centígrados en Hiroshima- surge una industria de entretenimiento con foco en Japón que acabará superando al cine en volumen de negocio y será vehículo preferente de transmisión ideológica y construcción de imaginarios sociales. En aquellos orígenes, muchos videojuegos nos llegaban acompañados de la jugosa metáfora matar marcianitos, los vulgarmente conocidos como otros, a saber, comunistas, árabes, orientales, negros, judíos, mujeres, homosexuales, pobres, disidentes y animales. Hay también una escucha del terror sanguinario del siglo XX…