Volviendo varias décadas atrás, la televisión ha irrumpido en la campaña de diciembre situándose en el centro de toda la estrategia comunicativa y rememorando más el poder que le otorgaron los teóricos de la Escuela de Toronto y del pujante determinismo tecnológico que marcó la Mass Communication Research a partir de los años 70. Y hasta tal punto hemos recurrido al ‘retrovisor’ que hemos convertido a Marshall McLuhan en una referencia habitual en los artículos y análisis de prensa compartiendo el mismo momento “inédito” de desconcierto y profundo “cambio” que estamos experimentando en la vida pública española.
Los debates televisivos han funcionado como esqueleto estructurador de la campaña y con la paradoja de que hayan sido justamente los canales privados, con el emporio de Atresmedia a la cabeza, los que han marcado el nuevo tiempo electoral y no la TVE que financiamos con nuestros impuestos. Muy al contrario, tanto los canales autonómicos como la televisión pública estatal han seguido inexplicablemente atados (no por ser una obligación legal podemos defenderla) a las imposiciones tanto en tiempos y orden de emisión como en el uso de los espacios de publicidad gratuitos a los requisitos de la Ley Orgánica de Régimen Electoral (LOREG). El resultado no ha sido otro que una cobertura informativa alejada de los principios periodísticos que deben marcar el trabajo de los medios y una clara discriminación de los partidos minoritarios y emergentes absolutamente alejada de la realidad social española.
Curiosamente, y es una reflexión que deberían tener en cuenta quienes utilizan el ‘share’ para justificar la telebasura, han sido programas informativos dedicados exclusivamente a la política y enfocados con un elevado rigor periodístico los que han ido marcando el pulso de la campaña y han venido a desmontar dos tópicos: que a la gente no le interesa la política y que no es rentable invertir en calidad.
Al mismo tiempo, el protagonismo televisivo ha sido tal –con independencia del soporte con que haya llegado a las audiencias y con la certeza de que es el modelo de televisión personalizado y a la carta el que se está imponiendo- que hasta medios de referencia de la prensa escrita como El País han decidido participar en la campaña organizando sus propios debates televisivos con difusión en streaming utilizando la plataforma del diario digital. Tal vez haya sido el ejemplo más contundente sobre los nuevos tiempos que se abren para todos los medios desde el punto de vista de la incorporación del audiovisual y el desafío del multimedia.
Pero el camino se corta abruptamente en este punto. Las redes sociales no han funcionado más que como altavoces de márketing para todos los medios, la interactividad con los usuarios sigue siendo más un propósito que una realidad y apenas se ha avanzado en el desarrollo de contenidos que realmente se adapten y aprovechen las peculiaridades y características de los diferentes medios y soportes.
Sobre los principios de la comunicación transmedia que identifica Jenkins, y del periodismo transmedia que desarrolla por ejemplo Scolari, poco estamos viendo en las costosas campañas de los partidos ni en las agendas reales de los medios. Pero el “cambio” también es esto. Es contar por todos los medios y hacerlo de forma diferente respondiendo a las exigencias –y expectativas- de las nuevas audiencias. No revivir el protagonismo de la televisión de los años 70 ni conformarnos con ‘mover’ los contenidos para hacernos publicidad.